

-FILEALIEN-46-Año 4-Rosario-Santa Fe-
Los personajes extraordinarios, al 
adelantarse o simplemente separarse de su época, suelen ser objeto del odio, 
producto del temor, de sus conciudadanos. Ocurre esto porque el pueblo, que ha 
sido educado en unas costumbres concretas y es demasiado simple como para 
concebir otras, observa con miedo cualquier actitud que se aparta de ellas; las 
personas importantes, en cambio, las conciben, pero las envidian y las temen, no 
vaya a ser que su influencia se vea afectada por la pujanza de estos nuevos 
protagonistas. Sin embargo, una vez han muerto, no se les ve ya como a seres 
peligrosos, sino como a rarezas que resultan interesantes e incluso atractivas. 
Entonces, las leyendas que se forjaron a su alrededor para calumniarlos, no 
hacen más que aumentar su aureola y volverlos más interesantes, y la sociedad 
acaba admirando al personaje muerto tanto como odió a la persona viva. A lo que 
antes se le llamó extraña manera de comportarse y actitud desafiante, ahora se 
le llama
 grandeza y fuerza de carácter; y lo que antaño fue considerado justo 
castigo por sus actos, palabras o pensamientos, ahora es heroico sufrimiento 
ante la incomprensión y la bajeza de sus contemporáneos. Así ocurrió, entre 
otros, con Sócrates, quien tras haber sido condenado por los atenienses, fue 
admirado por ellos como el más grande de los filósofos, viéndose de este modo 
hasta qué punto su muerte había sido provocada por la envidia y la calumnia.
Pero al abordar la tarea de narrar 
la vida del marqués de Sade, me doy cuenta de que la leyenda que se ha forjado 
alrededor de su persona resulta tan odiosa para las sociedades de casi cualquier 
época y lugar, que incluso después de muerto es difícil obtener para él el 
reconocimiento que merece. Pero si intentamos conocer su vida basándonos, no en 
noticias poco fiables y creadas, a menudo, por la imaginación popular, sino en 
los hechos que se sabe que ocurrieron, quizás entonces podamos juzgarlo más 
equitativamente, si es que nos consideramos capacitados para ello, porque no 
creo que haya existido otro personaje capaz de llegar más lejos, aunque sea con 
la imaginación, dentro del terreno de la moral y la valoración de la libertad 
del ser humano. 
Sobre su aspecto físico se cuenta 
que era de mediana estatura, y bien proporcionado, pero su larga estancia en 
prisión le hizo engordar y acabó siendo un tanto obeso. Tenía una imagen 
agradable, los ojos azules y el pelo rubio. La dulzura de su carácter, que 
muchos alababan en su juventud, se vió siempre perjudicada por su prepotencia y 
sus aires de superioridad. Él mismo criticaba, siendo ya mayor, los mimos y los 
favores de que fue objeto siendo niño. Creía que todos los demás debían plegarse 
a sus caprichos y esto, unido, a su carácter impulsivo y romántico, le perjudicó 
enormemente durante toda su vida. 
A menudo se deja a un lado su 
entorno histórico y familiar, como si narrar su vida consistiese en analizar la 
demencia de un loco extraño que nada tiene que ver con su época, formado por 
personas totalmente ajenas a sus extravíos. Sade fue, sin duda, un personaje 
singular, pero no un caso aislado. Él mismo lo expresa así: Perdonad mis 
defectos, es el espíritu de la família que me domina, y si debo hacerme un 
reproche, es de haber tenido la desgracia de nacer en ella. Dios me guarde de 
todas las ridiculeces y los vicios de que está infestada. Me creería casi 
virtuoso si Dios me concediera la gracia de no adoptar más que una parte.
En efecto, su padre, el conde de 
Sade, ofreció un buen ejemplo de libertinaje a su hijo. Tras algunos años junto 
a su família, en Provenza, decidió probar suerte en el gran mundo y se marcho a 
París. No se abstuvo de intrigas en la corte y aspiró siempre a lo más alto, 
dilapidando una buena parte de su fortuna en bailes y fiestas de la más alta 
sociedad y llegando a pretender a algunas de las mujeres más famosas de su 
tiempo, como madame de Pompadur o madmoiselle de Charolais. Tampoco se abstuvo 
del vicio con los jóvenes de su mismo sexo que se prostituían por las calles de 
París. Sin embargo, no fue una persona ciertamente vulgar, sino un hombre 
ingenioso y culto que se dedicó también la literatura, aunque fuese a título 
privado y sin intención de publicar. Por lo que se cuenta, hubo muchos hombres 
en aquella época que, pese a su excelente formación, demostraron un gran apego 
al vicio, aunque no por ello dejaban de ser ingeniosos y de poseer un cierto 
encanto. Uno de estos hombres fué el tío del marqués de Sade, Jacques-François 
Paul Aldonse, al que se suele conocer como el abad de Sade. Este cura libertino 
fue un auténtico prototipo del religioso de vida alegre, que por la mañana se 
entretenía rezando a Dios, por la tarde leyendo a Horacio y por la noche 
fornicando a una prostituta. Tanto él como su hermano el conde fueron amigos 
personales de Voltaire y de madame de Châtelet. A Voltaire sin duda le debió 
resultar atractivo conocer a miembros de la família de Sade, pues se cuenta que 
Laura, la amada del poeta Petrarca, inspiradora de sus versos, perteneció a esta 
família. 
Vale la pena conocer a estos 
hombres singulares junto a los que se educaría el divino Marqués. Dejemos, pues, 
que sea el mismo conde de Sade, padre del marqués, el que nos describa su 
situación en sus últimos años, cuando la edad ya le había apartado de sus 
primeros desvaríos: 
Lo que me ha impedido hacer 
fortuna es que siempre he sido demasiado libertino para permanecer en la 
antecámara, demasiado pobre para poner a los criados al srvicio de mis 
intereses, demasiado orgulloso para rendir homenaje a los favoritos, a los 
ministros, a la amante. Que les hagan la cote los que esperan o desean llegar 
por sus propios medios, he dicho cien veces. Yo soy libre. No lo he sido 
siempre, porque las pasiones me dominaban, pero jamás he tenido la de la 
ambición. 
He vivido mucho tiempo en el 
torbellino de las mentiras y las maledicencias. Hasta ahora no he podido gozar 
de algo que los reyes no podrían dar, porque no lo poseen: la libertad.
Después de muchas aventuras, acabó 
casándose con Marié-Éléonore, una princesa de la família Condé, que por aquel 
entonces tenía una gran influencia en Francia. Fruto de este matrimonio nacería 
su hijo Donatien, que pasaría a la historia como el marqués de Sade.
El 2 de Junio de 1740, el conde de 
Sade, Jean-Baptiste, y su esposa Marié-Éléonore vieron nacer al heredero de la 
casa, al futuro conde de Sade, al que pusieron de nombre Donatien Alphonse 
François. Mientras viviese su padre, el título que ostentaría sería el de 
marqués, con el que la Historia acabaría conociéndolo.
El conde mantuvo siempre una gran 
preocupación por la educación de su hijo, intentando relacionarlo con lo más 
elevado de la sociedad francesa y realizando enormes sacrificios para que no le 
faltase nada, ni siquiera de lo que no es necesario. Esto tuvo un efecto muy 
negativo en su formación, y el propio marqués será quien diga, unos años más 
tarde, que con tantos cuidados no se consiguió otra cosa que desarrollar sus 
vicios. A esto contribuyeron también algunas mujeres amigas y parientes del 
conde de Sade, que en diferentes épocas estuvieron al cuidado del jovencito 
(que, por lo que se cuenta, les resultaba encantador).Dado que su madre 
pertenecía a la família de los Condé, tuvo la ocasión de pasar los primeros años 
de su vida en un palacio cercano a París, rodeado de todo el lujo y los cuidados 
que él mismo criticará más tarde.
Vale la pena mencionar aquí a un 
personaje que tuvo la ocasión de conocer en aquel tiempo: el conde de Charolais, 
cuyo recuerdo sin duda debió resultar útil al Marqués cuando, años más tarde, 
escribiese sus obras. De entre otras muchas anécdotas espantosas, se cuenta que 
se divertía probando su puntería sobre los obreros que reparaban los tejados de 
la vecindad. Cuando más tarde se le detenía por asesinato, se libraba pidiendo 
el indulto al rey de Francia, hasta que un día Luis XV le dijo: "Señor, el 
perdón que me pedís se lo debo a vuestro rango y a vuestra calidad de príncipe 
de la sangre, pero lo concedería más de buen grado al hombre que os hiciese lo 
mismo".
Al cumplir cinco años, su padre 
decide que ya es hora de que se traslade a Provenza, donde están las posesiones 
de la casa de Sade, de modo que marchó al castillo de Saumane, muy diferente al 
palacio donde se había criado hasta entonces, y mucho más parecido a los 
escenarios de su futuras novelas: aislado, sombrío y lleno de mazmorras. Allí 
pasó algunos años felices en compañía de unas mujeres amigas de su padre que lo 
empeoraron, mimándolo, y de su tío el abad, que tanto le ayudaría en su 
formación humanística y que tanto le inspiraría en el futuro, pues allí pudo 
comprobar también el Marqués el libertinaje de este buen ministro de Dios, que 
siempre estaba bien abastecido de prostitutas. Junto a su tío, el marqués 
recibió una gran fromación cultural. En la biblioteca de la família podrá leer a 
los más grandes autores antiguos y modernos, y aprender de ellos lo suficiente 
para superarlos. 
Volvió a París al cumplir los diez 
años, para entrar en el colegio Louis-le-Grand, uno de los más prestigiosos del 
momento, regentado por los jesuitas. Su padre debió realizar un gran esfuerzo 
económico para ello, pues aquí se educaban los hijos de las más nobles famílias 
de Francia. Aquí nació la pasión del marqués por el teatro, pues era una 
práctica habitual de la escuela realizar representaciones periódicamente. 
También sugieren algunos que aquí recibió las primeras impresiones en lo 
referente a la fustigación y también en lo referente a la sodomía. Se 
consideraba en aquella época que el castigo del látigo o las varas era un 
castigo noble, en contraposición a las bofetadas o los tirones de orejas, por 
ejemplo. Incluso existían tratados sobre ello, y realmente era una práctica 
habitual en los colegios, para reprimir a los alumnos que no cumplían las normas 
disciplinarias. Respecto a la sodomía, también existían muchas sospechas de que 
se practicaba más o menos habitualmente y de que los maestros la fomentaban 
entre sus alumos y la practicaban con ellos. Es difícil decir hasta qué punto 
estaba extendida esta práctica, porque este tipo de cosas siempre se quieren 
exagerar o minimizar. Sin embargo, habiendo leído las obras del marqués, parece 
difícil dudarlo.
Durante los periodos de 
vacaciones, pasa temporadas en el castillo de Longeville, junto a una tal Mme. 
de Raimond y otras damas encantadoras (a juzgar por los testimonios que nos han 
quedado) que se dedican a juguetear con los sentimientos del jovencito y hacerle 
sentir los primeros arrebatos de amor.
A los catorce años su padre lo 
saca el colegio para que se incorpore al ejército. Poco tiempo después estalló 
la guerra con Prusia y, según parece, Sade cumplió valerosamente con sus deberes 
militares. Todo el mundo alaba en esta época "la extrema dulzura de su 
carácter". Su padre se preocupa mucho por apartarle de las malas compañías, pues 
parece ser que el ejército también estaba infestado de todos los vicios. Sin 
embabrgo, el joven ya comenzaba a dar muestras de sus inclinaciones, y ya nunca 
sería posible apartarlo de ellas. Vale la pena reproducir una descripción que 
escribió el propio marqués de sí mismo a su padre durante esta época:
"Me preguntáis sobre mi plan de 
vida y mis ocupaciones. Os lo detallaré con sinceridad. Me reprochan que me 
guste dormir y es cierto que tengo un poco ese defecto: me acuesto temprano y me 
levanto tarde. Monto a caballo muy a menudo para examinar la posición del 
enemigo y la nuestra. Cuando hemos estado tres días en un campamento, conozco 
hasta el menor barranco, tan bien como el señor mariscal. Obro en concordancia 
con mis ideas, ya sean buenas o malas; las digo y soy elogiado o censurado en 
proporción con el escaso o ningún sentido común que contengan. A veces hago 
visitas, pero sólo a M. de Poyanne o a casa de mis antiguos camaradas de los 
carabineros o del regimiento del rey. No las rodeo de ceremonia porque no me 
gustan las ceremonias. De no ser por M. de Poyanne, no pondría los pies durante 
toda la campaña en el cuartel general. Sé que esto no me favorece; hay que hacer 
la corte para tener éxito, pero no me gusta hacerla. Sufro cuando oigo a alguien 
decir a otro, para halagarle, mil cosas que a menudo no piensa. Soy incapaz de 
interpretar un personaje tan tonto. Ser cortés, honrado, orgulloso sin 
arrogancia, solícito si palabras insulsas; satisfacer con frecuencia la pequeñas 
voluntades cuando no nos perjudican, ni a nosotros ni a nadie; vivir bien, 
divertirse sin arruinarse ni perder la cabeza; pocos amigos, quizás porque no 
existe ninguno verdaderamente sincero y que no me sacrificara veinte veces si 
entrara en juego el más ligero interés por su parte; igualdad en el carácter, 
que me haga vivir bien con todo el mundo, sin entregarme , sin embargo, a nadie, 
porque ya en el momento de hacerlo te arrepientes; decir lo mejor, hacer los 
mayores elogios de personas que, a menudo sin fundamento, han hablado muy mal de 
ti sin que lo sospecharas (porque casi siempre engañan más los que tienen el 
aspecto más atractivo y parecen buscar tu amistad). Estas son mis virtudes o 
aquellas a las que aspiro".
En 1763, al acabar la Guerra de 
los Siete años, se licencia. Su padre, que ya le buscaba esposa desde hacía 
tiempo, consigue casarlo con Renée-Pélagie, hija del presidente de Montreuil, 
una joven no muy agraciada, pero de buena posición económica y de un caracter 
prudente y sincero. Ya por esta época el marqués era un libertino rematado, y 
seguramente su padre pretendía apaciguar sus costumbres por medio de esta unión.
Una vez casado, Sade se traslada a 
París, con su esposa, al palacio de Montreuil. En un primer momento consigue 
ganarse su afecto y el de toda su familia. Incluso la presidenta de Montreuil, 
dama autoritaria y de moral estricta, se muestra encantada con él, y el reciente 
embarazo de la señora de Sade hace aumentar la felicidad familiar. Pero pronto 
su libertinaje empieza a salir a flote y a crearle problemas. 
A los tres meses sufre su primera 
detención: las declaraciones de una joven con la que se había entregado a 
ciertos actos sacrílegos le conducen al torreón de Vicennes, donde permanece 15 
días. Las gestiones de su suegra le permiten escapar airosamente de la situación 
y durante una temporada se dedica a una de sus grandes pasiones: el teatro. Pero 
se encuentra ya demasiado ligado al libertinaje como para abandonarlo durante 
mucho tiempo. Los episodios con ciertas damas o con prostitutas se suceden, 
alcanzando uno de sus puntos culminantes con su viaje a La Coste junto a Mlle. 
Beavousin, una famosa cortesana. 
Pero el auténtico escándalo llega 
a consecuencia de una escena sádica ocurrida en Alcueril. Allí, el marqués 
practica algunas torturas (azotes, cortes, cera incandescente, ...) con una 
joven llamada Rose Keller, y ésta se atreve a denunciarlo. Es encarcelado y, 
después de siete meses de gestiones, traslados y declaraciones, recupera la 
libertad, gracias, una vez más, a las maniobras de su suegra, más preocupada por 
evitar el escándalo que por ayudar a su yerno.Este caso tuvo especial 
importancia porque hasta entonces, aunque muchos conocían el libertinaje del 
marqués, se consideraba que formaba parte de la habitual conducta licenciosa de 
los nobles. Pero a raíz de este suceso de Alcueril, la prensa francesa y la 
extranjera se cebaron en Sade y explotaron al máximo el escándalo. Es a partir 
de este momento cuando comienza a surgir la leyenda del marqués de Sade como 
símbolo del mal. 
Maurice Lever considera (y le 
creo) que muchas de estas acusaciones eran injustas, no tanto porque fuesen 
infundadas (y en parte lo eran, pues el pueblo siempre quirere que los malvados 
parezcan peores de lo que son para poder castigarlos), sino porque, en todo 
caso, había muchas otras personas a las que se podría haber denunciado por 
hechos parecidos o mucho peores, pero que, gracias a sus influencias, 
permanecían inmunes e incluso con fama de buenos ciudadanos. Sade tenía el 
inconveniente de ser demasiado orgulloso para ir a la corte a arrastrase a los 
pies de las personas influyentes. A pesar de su alta cuna y su fortuna, era un 
personaje relativamente débil y aislado. Era, en fin, la cabeza de turco 
perfecta: noble y libertino, pero sin poder suficiente para enfrentarse a sus 
enemigos. El país necesitaba un personaje así para crucificarlo y él fue ese 
personaje. Más tarde, estando, encarcelado, ya se quejaría de esta injusticia.
Ante tal situación, el rey le 
obliga a permanecer en su residencia de La Coste, en la que se dedica muy 
activamente al teatro. Pero en seguida vuelve, aprovechando un permiso real para 
hacerse cuidar sus hemorroides, y esto le permite asistir al nacimiento de sus 
segundo hijo. También realiza un viaje de un mes a Holanda y se reincorpora al 
ejército durante una corta temporada. En esta época la hermana de su esposa, 
Anne Prospère, que era canonesa en un convento de jovencitas, visitó La Coste 
con la intención de recuperarse de su delicado estado de salud. Allí, la joven 
llama la atención del abad de Sade, que naturalmente es rechazado; Donatien, en 
cambio, parece ser que sí consiguió conquistarla. Pero cuando la presencia de su 
mujer, de sus hijos, de su cuñada y de su apreciado tío le pueden devolver la 
alegría, cuando su afición al tetro, a la que dedica tanto tiempo cada vez que 
se retira a La Coste, puede contribuir también a darle la felicidad, un suceso 
estúpido dio al traste con todo y marcó definitivamente su vida. 
Un buen día el marqués decide 
hacer una escapada a Marsella, con la intención de dar rienda suelta a su 
libertinaje. Lleva con él a su criado Latour y le encarga que reclute a unas 
cuantas prostitutas para una orgía. La orgía se produce y, a juzgar por los 
testimonios es relativamente "normal", teniendo en cuenta los gustos del 
marqués. Un poco de fustigación, activa y pasiva, unas cuantas escenas sodomitas 
entre él y su criado, y únicamente la curiosidad de hacer ingerir a dos de las 
cuatro jóvenes a las que invitó, pastillas de anís que contenían cantárida, un 
afrodisíaco bien conocido desde la antigüedad, que el marqués pretendía usar 
para provocar la excitación anal de las jóvenes e incluso producirles 
ventosidades. Pero cometió el error de excederse en la dosis, y las jóvenes 
enfermaron durante unos días. El caso se denunció como si el marqués hubiese 
intentado asesinarlas, y el resultado fue que al poco tiempo las autoridades se 
presentaron en La Coste para conducirlo a presencia de la justícia. Sade creyó 
que todo estaba perdido y huyó. Los jueces, por su parte, obraron con una cierta 
mala fe y acabaron declarándolo culpable, aunque las jóvenes se recuperasen unos 
días más tarde y no se dispusiera de pruebas concluyentes. A él y a su criado se 
les acusaba del gravísimo delito de sodomía y a él en particular de 
envenenamiento. Por ello fue quemado en efigie en Aix y se le persiguió. 
Esta condena agravó aún más el 
odio que siempre sintió por los jueces. El marqués fue siempre un defensor de la 
libertad individual; le molestaba que el estado, representado por un grupo de 
seres insensibles que basaban su a autoridad en adoptar un aire grave, pusiese 
barreras a los placeres del individuo. Esta repugnancia se nota especialmente en 
que muchos de sus libertinos, pero sobre todo los más repulsivos, son jueces o 
ejercen alguna actividad ligada con la justicia. Curval, el más detestable de 
todos sus personajes es, probablemente el mejor ejemplo. Este odio hacia los 
jueces y especialmente, el resentimiento hacia el tribunal de Aix puede 
comprobarse en la descripción que se incluye en uno de sus Cuentos, historietas 
y fábulas del sigloXVIII, El presidente burlado: 
Poca gente puede imaginarse a un 
presidente del parlamento de Aix; es una especie de bestia de la que se ha 
hablado a menudo, pero sin conocerla a fondo; rigorista por profesión, 
meticuloso, crédulo, testarudo, vano, cobarde, charlatán y estúpido por 
carácter, estirado en sus ademanes como un ganso, pronunciando la erres como un 
polichinela; enjuto, largo, flaco y hediondo como un cadaver, por lo general. Se 
diría que toda la bilis y toda la severidad de la magistratura del reino habían 
buscado cobijo bajo la Temis provenzal, para trasladarse desde allí en caso de 
necesidad cada vez que un tribunal francés tiene que presentar alguna queja o 
ahorcar a algún ciudadano.
Escapó a Italia en compañía de su 
cuñada, que al cabo de unos días volvió a Francia con su hermana. El marqués 
también vuelve al cabo de un tiempo, pero comete el error de revelarle a la 
presidenta su situación, creyendo que le ayudará. Ésta se ha transformado en su 
peor enemigo, sin duda enfadada por el idilio que mantenía con Anne-Prospère, 
por lo que hace detener a Sade, que es enviado a Miolans. El marqués era una 
persona especialmente sensible a la pérdida de libertad. Obsesionado con la idea 
de salir de la cárcel, planea escaparse y lo consigue. 
Durante una larga temporada se ve 
obligado a ir de un lugar a otro, huyendo de los esbirros e la presidenta, y 
dejando a su esposa la administración de sus asuntos. Ésta da muestras de una 
gran devoción y se esfuerza al máximo para que sea perdonado, enfrentándose 
continuamente a su madre. Durante el invierno de 1774-1775, Sade se instala en 
La Coste junto a ella y contrata a varios jóvenes de uno y otro sexo para tareas 
tan diversas como "ama de llaves", "secretario", etcétera, pero en realidad, 
según suele admitirse, para montar sus orgías particulares. Algunas de las 
jovencitas se quejan del trato del marqués e intentan denunciarle, presentando 
como pruebas las marcas que conservan en sus cuerpos, pero Sade y su mujer, que 
le ayuda en todo, consiguen, tras muchos esfuerzos, impedir que las niñas hablen 
antes de que sus cuerpos estén totalmente curados. 
Pero por si acaso, Sade escapa a 
Italia, y se dedica a recorrer sus ciudades, interesándose por todo, con vistas 
a escribir un Viaje a Italia. También dedicó su tiempo a otros menesteres como 
seducir a una madre de família, a la que naturalmente tuvo que abandonar, 
dejándola en una profunda desesperación, o alternar con otros libertinos y 
sinvergüenzas como Ange Gourard o el cardenal de Bernis, amigos también del 
famoso Casanova. ¿Se conocieron personalmente Casanova y el marqués de Sade?. No 
dispongo de ninguna noticia al respecto, aunque no parece del todo improbable. 
Ciertamente, el encuentro de los dos libertinos más famosos de la historia 
habría sido una escena curiosa. 
En junio de 1776, se ve obligado a 
volver a Francia. Cierto estafador francés había huido a Italia bajo el 
pseudónimo de "conde de Mazan", que era justamente el mismo que usaba el marqués 
de Sade. La policía italiana lo buscaba para devolverlo a su país, lo cual 
dejaba a Sade en una difícil situación, por lo que decidió irse por su propio 
pie. Una vez allí, vuelve a reclutar jovencitas para su castillo de La Coste. El 
padre de una de ellas, que hacía de cocinera y a la que Sade llamaba "Justine", 
se presenta en el castillo y pretende llevársela a punta de pistola. Como no lo 
consigue, se apresura a denunciar el caso. Sade, en ese momento, viaja a París 
para visitar el lecho de su madre, que acaba de morir. Naturalmente, la 
presidenta no pierde esta ocasión para apresarlo. Sade es detenido y conducido a 
Vicennes. 
Al poco tiempo se reabre el caso 
de Marsella y los nuevos jueces se dan cuenta de que ha sido tratado de una 
manera un tanto arbitraria, por lo que piden que el marqués se presente de nuevo 
ante el tribunal, para reabrir el caso. Así se hace y con éxito, pues la 
sentencia acaba diciendo que todo se reduce a una cuestión de libertinaje, y 
únicamente le condenan a no poner los pies en Marsella durante tres años y a 
pagar una multa. Pero cuando Sade ya se cree liberado, la presidenta consigue 
que se mantenga su detención por otras causas y el inspector Marais se prepara 
para conducirlo de nuevo a Vicennes. Ante tal perspectiva, el marqués se escapa 
en cuanto encuentra una ocasión y se esconde en La Coste, pero la policía se 
presenta allí a los pocos días y es conducido de nuevo a su celda.
Aunque ya había estado encerrado 
en varias ocasiones, es ahora cuando Sade experimenta con más crudeza y durante 
más tiempo su estancia en prisión. Su reclusión está marcada por una atuténtica 
serie de obsesiones que expresa en sus cartas, la mayoría de ellas dirigidas a 
su mujer. La más importante de esas obsesiones es, lógicamente, la fecha de su 
salida de prisión. Constantemente abruma a quienes le rodean con preguntas y el 
más mínimo signo modifica sus suposiciones en uno u otro sentido. Le pide a su 
mujer una gran cantidad de tarros de confitura y ésta le pregunta que para qué 
quiere tantos: ya cree que su liberación es inmediata. Su mujer deja de 
escribirle durante una temporada o le oculta datos al respecto: ya se cree 
condenado para toda la vida. 
Sobre todo, llama la atención la 
extraña manía que tiene el marqués con ciertas cuestiones aritméticas. En cada 
cifra cree ver un signo, constantemente compara, suma, resta y cree obtener 
respuestas a ciertas preguntas, como si quienes le rodean hablasen un extraño 
lenguaje numérico. De nada sirven las repuestas de su mujer asegurándole que 
todo eso son imaginaciones suyas y que ella no tiene intención de comunicarle 
nada a través de un juego tan extraño. Para ver hasta dónde había llegado la 
paranoia del marqués en este aspecto, voy a citar un ejemplo, tomado de una de 
sus cartas, al que se podrían añadir muchos otros similares: 
"He adivinado vuestro odioso 
enigma. El día de mi salida es el 7 de febrero del 82 u 84 (la diferencia es muy 
grande, y vos veis que no he adelantado más); el detestable e imbécil juego de 
palabras es el nombre del santo de ese día, que es San Amand, y como en febrero 
se encuentra Fèvre, habeis unido el nombre de ese granuja con las cifras 5 y 7. 
Y de ahí vuestro juego de palabras, tan vil como estúpido, por el cual, si mi 
salida es para dentro de 5 años (o 57 meses), el día de San Amand, 7 de febrero, 
Lefèvre unido al 7 y al 5 era vuestro amante".
¿Realmente se cree Sade todas esas 
historias aritméticas? Parece que sí. Por otro lado, bien es cierto que su mujer 
y él se veían obligados a utilizar medios un tanto exóticos de despistar a los 
espías y comunicarse, ya que el correo era abierto y revisado. A veces 
utilizaban zumo de limón o simplemente recurrían a pseudónimos para referirse a 
ciertas personas que ambos conocían. Pero todos estos extraños juegos de números 
nunca existieron, evidentemente, en otro lugar que en la cabeza del pobre preso, 
al que la reclusión le resultaba cada día más inaguantable. 
Hay que tener en cuenta, además, 
que Sade siempre fue muy aficionado a todas estas combinaciones numéricas. Las 
cifras representaron siempre algo muy importante para él. Una de las cartas que 
escribió a su mujer desde prisión, por ejemplo, comienza así: 
"Hoy, jueves 14 de diciembre de 
1780, hace 1400 días, 200 semanas y casi 46 meses que estamos separados. He 
recibido sesenta y ocho provisiones por quincenas y cien cartas tuyas, y esta es 
la que hace 114 de las mías".
También en las escenas libertinas 
plasma a menudo su obsesión por las combinaciones de números; las mismas orgías 
que inventa no parecen a menudo otra cosa que un intento por agotar todas las 
combinaciones posibles. Así, por ejemplo, al ser detenido por el caso de 
Marsella, la policía encontró escrita en la pared de la habitación donde 
ocurrrieron los hechos, la cuenta que el marqués iba haciendo de los azotes que 
recibía: 215, 179, 225 y 240. Cuatro series de azotes que completan 859 en 
total. 
Otra de sus obsesiones más 
importantes es la del paseo y el ejercicio físico, que dice necesitar como el 
aire que respira. Para un hombre tan activo como él, interesado por todo, ávido 
de experiencias y acostumbrado a la libertad total, la reclusión debió ser un 
castigo muy duro, y en sus cartas se puede comprobar que, dejando a un lado su 
tendencia natural a exagerarlo todo, realmente sufría muchísimo. 
También intenta, por supuesto, 
justificar su conducta y demostrar que es inocente, al menos lo suficiente como 
para no merecer una reclusión tan larga y en estas condiciones. Ya he mencionado 
antes que el marqués de Sade fue empleado, probablemente, como cabeza de turco 
para contentar al pueblo, que estaba ya harto de los abusos de los nobles. El 
marqués era consciente de ello y se queja amargamente de que otros peores que él 
anden libres, mientras él se encuentra encerrado por culpa de unos hechos 
relativamente insignificantes. Vale la pena reproducir, a pesar de su extensión, 
un fragmento de una de sus cartas a la señorita de Rousset, en la que desplega 
toda su retórica sobre el tema, no sólo porque expresa la opinión que tenía 
sobre su proceso y los jueces que lo habían llevado, sino porque es una 
auténtica manifestación de sus opiniones sobre las libertades de los individuos.
"Si me remonto a la época de mis 
desgracias, de vez en cuando me parece oír a estas siete u ocho pelucas 
empolvadas de blanco, con quienes estoy en deuda, uno volviendo de acostarse con 
una joven honesta a la que deshonró, otro de hacerlo con la mujer de su amigo, 
éste escapándose totalmente avergonzado de un callejón, pues le perjudicaría 
mucho que alguien descubriese lo que acaba de hacer, aquel de allá huyendo de un 
tugurio a menudo mucho más infame aún. Me parece verlos, repito, colmados de 
lujuria y de crímenes, sentándose ante los documentos de mi proceso, y a su jefe 
exclamando lleno de entusiasmo por el patriotismo y el amor a la ley: ¡Cómo! 
¡Voto al diablo, colegas míos! ¿Este pequeño aborto que no es ni presidente ni 
magistrado en el tribunal de cuentas, ha querido gozar como un consejero de la 
cámara alta? ¿Este pequeño hidalgo campesino ha osado creer que le estaba 
permitido parecerse a nosotros? ¡Vamos! ¡Es el colmo! Sin tener armiño ni 
ribete, se le metió en la cabeza que había una naturaleza para él, del mismo 
modo que para nosotros, como si la naturaleza pudiese ser analizada, violada, 
por otros que no sean los intérpretes de sus leyes y como si pudieran haber 
otras leyes que no fueran las nuestras. ¡La cárcel, voto a bríos! ¡La cárcel, 
señores! No hay más que eso en el mundo, sí, seis o siete años en un cuarto 
cerrado para ese pequeño insolente... Sólo allí, señores, es donde se aprende a 
respetar las leyes de la sociedad, y el mejor de todos los remedios para quien 
se atreve a infringirlas es obligarle a maldecirlas. Además, hay aquí otra 
cosa... para el señor de... que, como sabeis, tiene que ver con todo esto (eso 
era entonces, a Dios gracias ya no es así). 
Es una magnífica oportunidad para 
hacer un pequeño obsequio a su amante: la extorsión podrá valorarse entre doce y 
quince mil francos... No dudemos un minuto... Pero, ¿y el honor del tipo... su 
mujer, sus bienes... sus hijos? ¡Pardiez, hermosas razones!... ¡Acaso ha de ser 
eso lo que debe impedirnos ceder ante el ídolo del prestigio!¿Honor..., 
mujeres..., hijos? ¿No son esas las víctimas que inmolamos todos los días?... 
¡La cárcel, señores! ¡La cárcel, os digo!, y mañana nuestros primos, nuestros 
hermanos serán capitanes de barco.-Cárcel, sea, reponde con lengua pastosa el 
presidente Michaut, que acaba de hacer un cálculo.-¡Cárcel, señores, cárcel!, 
dice con voz un tanto áspera el bello Darval, garabateando ocultamente bajo un 
abrigo un billete amoroso para una muchacha de la ópera.-Cárcel, sin réplica, 
agrega el pedagogo Damon, con la cabeza todavía embotada por la comida de la 
cantina.-¡Eh! ¿Quién puede dudar de la cárcel?, concluye con una voz chillona el 
pequeño Valère, alzándose de puntillas y mirando su reloj para no llegar tarde a 
la cita con madame Gourdane. 
Véase pues en qué consisten el 
honor la vida, la fortuna y la reputación del ciudadano en Francia. La bajeza, 
la adulación, la ambición, la avaricia empiezan su ruina y la imbecilidad la 
termina. 
Miserables criaturas arrojadas un 
instante sobre la superfície de este pequeño montón de lodo, ¿está pues escrito 
que la mitad del rebaño persiga a la otra mitad? ¡Oh hombre! ¿es a ti a quien 
corresponde juzgar lo que está bien y lo que está mal? ¡Nada tiene de extraño 
que sea un mezquino individuo de tu especie quien quiera asignar límites a la 
Naturaleza, decidir lo que ella tolera, anunciar lo que ella prohíbe! Tú, a 
cuyos ojos la más fútil de las operaciones está aún por resolver, tú, que no 
puedes explicar ni el menor de sus fenómenos, defíneme el origen de las leyes 
del movimiento, las de la gravitación, y desarróllame la esencia de la materia: 
¿es o no es inerte? Si no se mueve, dime cómo la Naturaleza, que nunca está en 
reposo, ha podido crear algo que exista desde siempre, y si se mueve, si es la 
causa cierta y legítima de las generaciones y mutaciones perpétuas, dime qué es 
la vida y demuéstrame qué es la muerte; dime qué es el aire, razona con 
exactitud sobre sus diferentes efectos, explícame por qué encuentro caracolas en 
lo alto de las montañas y ruinas en el fondo del mar. Tú que decides si una cosa 
es crimen o no lo es, tú que haces ahorcar por aquello que en el Congo vale 
coronas, esclarece mis ideas sobre el curso de los astros, su suspensión, su 
atracción, su movilidad, su esencia, sus periodos, demuéstrame a Newton antes 
que a Descartes, y a Copérnico antes que a Ticho-Brahé; explícame solamente por 
qué una piera cae cuando se lanza desde lo alto, sí, hazme palpable este hecho 
tan simple y te perdonaré el ser moralista cuando seas mejor físico. 
Tú quieres 
analizar las leyes de la Naturaleza, y tu corazón, tu corazón donde ella se 
graba es en sí mismo un enigma que tú no puedes resolver. Tú pretendes definir 
estas leyes y no puedes decirme por qué motivo cuando las arterias se hinchan 
demasiado pueden trastornar al instante una cabeza y convertir el mismo día al 
hombre más honesto en un malvado. Tú, tan infantil en tus sistemas como en tus 
descubrimientos, tú, que desde hace tres o cuatro mil años inventas, cambias, 
das vueltas, argumentas, no nos has ofrecido aún como recompensa a nuestras 
virtudes más que el Eliseo de los griegos, y como castigo por nuestros crímenes 
su fabuloso Tártaro; tú, que, tras tantos razonamientos diversos, tantos 
trabajos, tantos volúmenes polvorientos compilados sobre esta materia sublime, 
únicamente has logrado poner un esclavo de Tito en e lugar de Hércules, y una 
mujer judía en el de Minerva, quieres profundizar, filosofar sobre los extravíos 
humanos, quieres dogmatizar sobre el vicio y la virtud, mientras te es imposible 
decir que son uno u otro, cuál es más ventajoso para el hombre, cuál conviene 
más a la Naturaleza, y si no nacería tal vez de este contraste el equilibrio 
profundo que los hace a ambos necesarios. 
Tú quieres que el universo entero sea 
virtuoso, y no te das cuenta de que todo perecería al instante si en la Tierra 
tan sólo hubiera virtudes; tú no quieres entender que, al ser necesario que haya 
vicios, es tan injusto de tu parte castigarlos, como lo sería burlarte de un 
tuerto... ¿Y cuál es el resultado de tus falsas combinaciones, de las barreras 
odiosas que querrías imponer a la que se burla de tí?... Desgraciado, me 
estremezco al decirlo: hay que llevar a la rueda a quien se venga de su enemigo, 
y colmar de honores a quien asesina a los de su rey; hay que destruir a quien te 
roba un escudo y colmarte de recompensas, a ti, que te crees con derecho a 
exterminar en nombre de tus leyes a quien no tiene otra culpa que la de haber 
nacido para el sagrado mantenimiento de sus derechos. ¡Ah! ¡Abandona tus 
insensatas sutilezas! Goza, amigo mío, goza y no juzgues... goza, te digo, deja 
a la Naturaleza el cuidado de moverte a su antojo, y al Ser Eterno el de 
castigarte. Si crees no ser más que un infractor, una pobre hormiga podrida 
sobre este pedazo de tierra, arrastra tu pajilla hasta el almacén, haz incubar 
tus huevos, alimenta a tus hijitos, ámalos, sobre todo no les arranques la 
ceguera del error: las quimeras recibidas, te lo concedo, hacen más feliz que 
las tristes verdades de la filosofía. Goza de la antorcha del universo: no es 
por sofismas, sino para iluminar placeres por lo que su luz brilla ante tus 
ojos. No pierdas la mitad de tu vida para hacer desgraciada a la otra, y tras 
algunos años de vegetar bajo esta forma un tanto extraña, pese a lo que tu 
orgullo pueda pensar respecto a ello, duérmete en el regazo de tu madre para 
despertar bajo otra constitución, gracias a nuevas leyes que no entiendes mejor 
que las primeras. Piensa, en una palabra, que es para hacer felices a tus 
semejantes, para cuidarlos, para ayudarlos, para amarlos, que la Naturaleza te 
coloca entre ellos, y no para juzgarlos ni castigaros, y menos aún para 
encerrarlos".
 
En Vicennes permanece encerrado 
entre 1778 y 1785. Luego es trasladado a la Bastilla hasta pocos días antes de 
la revolución. Lo que impidió que el marqués de Sade se encontrase en la 
Bastilla el histórico día en que fue asaltada es curioso y guarda incluso una 
cierta relación con el propio asalto. 
Es bien sabido lo maniático que 
era el marqués con ciertos detalles y costumbres, una de las cuales era la del 
paseo. Siempre necesitó moverse, estar al aire libre y realizar ejercicio; pero 
especialmente durante su encierro, el paseo diario se había convertido en una 
necesidad. Un día, las autoridades de la Bastilla decidieron negárselo y el 
marqués, furioso, cogió un hierro y comenzó a golpear los barrotes de su celda, 
que daba a la calle, para llamar la atención de las personas que paseaban por 
allí, gritando que los presos estaban siendo degollados por sus carceleros. Ante 
los enormes problemas que ocasionaba, las autoridades decidieron trasladarlo al 
manicomio de Charenton. No duró mucho tiempo allí, ya que a los pocos días, el 
pueblo toma la Bastilla y libera a los pesos del antiguo régimen, devolviendo al 
maqués de Sade, como a tantos otros franceses, la libertad.
Nada más ser liberado el marqués, 
su mujer se apresura a separarse de él, no se sabe bien por qué. El caso es que 
el ciudadano Sade se encuentra totalmente libre y desligado de sus anteriores 
vínculos, pero al mismo tiempo aislado y sin recursos. Ante las nuevas ideas que 
dominan Francia y la situación tan peligrosa para un antiguo noble, decide 
adoptar la profesión de escritor. A partir de ahora será "M. Sade, homme de 
lettres". Se apunta en la Sociedad de Autores y dedica todos sus esfuerzos a que 
se representen sus obras de teatro. 
Vale la pena dedicar un poco de 
atención a estas obras, porque sin ellas nuestro concepto sobre la calidad 
literaria del marqués y el análisis de su personalidad podrían quedar 
deformados. Son obras de teatro inocentes y "normales", como las que habría 
podido escribir cualquier otro autor, y no peores, por lo que se dice. 
Desgraciadamente, la fama de las novelas sádicas es tan grande que las ha 
ocultado hasta el punto de que a menudo se las ignora. Yo, al menos, no sé ni 
siquiera si existe alguna traducción al castellano de alguna de ellas, y no lo 
creo. Parece como si nuestro siglo se esforzase en fijarse en lo que el siglo de 
Sade quiso ignorar y viceversa. Se critica a Sade por su libros escandalosos, 
cuyas ediciones y traducciones se multiplican y, en cambio, se ignoran estos 
otros, considerándolos poco interesantes. El caso es que, a pesar de su 
inocencia, algunas de estas obras fueron rechazadas por cuestiones morales, con 
unos argumentos que hoy nos parecerían inauditos, pero que en ese momento, con 
los ánimos tan exaltados como estaban ante la situación del país, eran 
comprensibles. Curiosamente, la más inmoral de todas, la historia del conde 
Oxtiern, fue la primera en representarse, no sin un cierto escándalo. 
Paralelamente, pero a escondidas, 
Sade trabajaba en la redacción y publicación de sus novelas (Justine, Aline y 
Valcour, Juliette,..). El carácter radical de muchas de estas obras obligó 
siempre a Sade a esconderse y a negar ser el autor de tales manuscritos. La 
misma Justine, a pesar de ser indiscutiblemente suya y su obra más famosa, 
siempre sufrió este rechazo. Ya estaba la situación bastante delicada como para 
atreverse a declararse autor de libros como estos. Si los publicaba era, en gran 
parte, porque necesitaba el dinero. Ocurre que, aunque de manera más o menos 
velada, las novelas picantes gozaban de cierto prestigio en una parte del 
público, y Sade ve en ello una buena oportunidad de conseguir el dinero que 
tanto necesita. Sin embargo, no quiere que se le confunda con la mayoría de 
escritores eróticos, a los que desprecia extraordinariamente. En la Historia de 
Juliette comenta las obras de estos autores, considerándolas miserables folletos 
hechos en los cafés y burdeles, que prueban en sus mezquinos autores dos vacíos 
a la vez: el de la mente y el del estómago. La lujuria, hija de la opulencia y 
la superioridad, sólo puede ser tratada por personas de cierto temple,... por 
individuos en fin, que, acariciados primero por la naturaleza, lo sean a 
continuación después por la fortuna por haber ensayado ellos mismos lo que nos 
traza con su pincel lujurioso; y esto es absolutamente imposible para los 
granujas que nos inundan con los despreciables folletos de los que hablo.
En este momento es cuando conoce a 
Marie-Constance Renelle, a la que dedica Justine. Esta mujer a la que el apoda 
"Sensible", estaba casada con un tal Quesnet, que marchó a las indias, dejándola 
a ella y a su hijo en Francia. Sade sintió un gran afecto por ella y la contrató 
como ama de llaves. Incluso le leía sus obras para que ella diese su opinión, 
igual que hacía Rousseau. Constance se convirtió a partir de entonces en su 
mujer de hecho, y le ofreció un valioso apoyo en los momentos difíciles. Vale la 
pena reproducir unas frases que el marqués dirigió al hijo de Constance: 
"Piensa, amigo mío, que la 
existencia de tu madre se ha repartido para componer la tuya: esta existencia de 
que disfrutas sólo es, hablando con propiedad, una emanación de la suya... 
Piensa, amigo mío, que el tributo de ternura y respeto que le debes no es nada 
comparado con los cuidados que te ha prodigado... Te he dicho a menudo que una 
madre es una amiga que la naturaleza sólo nos da una vez y que nada en el mundo 
puede sustituir cuando tenemos la desgracia de perderla. Entonces no encontramos 
nada que pueda ocupar su lugar; los rasgos envenenados de los hombres, su 
maldad, sus calumnias, su perversidad, nos alcanzan sin obstáculo. Nos 
refugiamos en el seno de una amigo, de una esposa, pero ¡qué diferencia, mi 
querio Quesnet! Ya no encontramos las atenciones desinteresadas de una madre, 
esta sensibilidad preciosa, no alterada por ningún interés particular. En una 
palabra amigo mío, ya no son las manos de la naturaleza."
Durante los difíciles años de la 
revolución francesa, se ve obligado, como tantos otros, a abandonar las viejas 
costumbres e ideales y acoplarse a los nuevos tiempos. Sin embargo, Sade nunca 
dejó de ser un aristócrata. Ya fuese un niño jugando en el palació de los Condé, 
un marqués provenzal residente en el castillo de la Coste, un prisionero en 
Vicennes o un ciudadano en las calles de París, siempre fue un noble y siempre 
despreció al pueblo. Cuando se le dice que hay que fijarse en los méritos de la 
persona, y no en su pasado, responde: 
"Es cierto cuando las virtudes 
hacen olvidar su nacimiento; entonces hay que estimarles incluso más que al 
noble inútil o ignorante que, al no ofrecer a la sociedad más que el pergamino 
merecido por sus antepasados, sólo se presenta para hacer notar más la 
diferencia entre él y sus abuelos. Pero cuando el hijo de un jardinero de Virty, 
el de un banquero de Avignon, o el de un alguacil de esclavos de galera, recién 
salidos de la bajeza y la crápula, sólo aportan a los puestos donde su bajeza 
les ha colocado los vicios vergonzosos de su origen, todo los sumerge de nuevo 
sin que se den cuenta en el fétido pantano adonde les condenó la Naturaleza, y 
su nariz que asoma a la superficie de la tierra les da el aspecto, creo yo, de 
un sapo asqueroso y sucio que intenta salir del fango y sólo consigue hundirse 
todavía más y confundirse con él."
Se cuenta también una anécdota por 
sí misma insignificante, pero que permite hacerse una idea de la visión tan 
romántica de la vida que tenía el marqués. Un día trasladaban a Luis XVI en su 
carroza, poco antes de ser condenado, y en ese momento un hombre se acerca 
rápidamente a ella, echa una carta por la ventanilla y desaparece entre la 
multitud. Este hombre era el marqués de Sade. La carta se titulaba Petición de 
un ciudadano de París al rey de los franceses, y en ella el marqués le 
reprochaba el despotismo de su reinado y le pedía que, si volvía a reinar como 
antes, lo hiciese pensando más en la nación y no en los propios intereses de la 
corte. 
Otra muestra de su carácter la dio 
en el momento en el que el pueblo decide quemar los archivos en los que se 
guardan los títulos nobiliarios. Su primera reación entonces es escribir a 
Gaufridy, su notario, pidiéndole que abandone cualquier otra tarea (a pesar de 
lo apurado de la situación) y se ocupe ante todo de conservar sus papeles.
Sin embargo, dadas las 
circunstancias, decide ejercer en la práctica el oficio de actor que tanto le 
gusta, y se hace pasar por un revolucionario. Se une a la causa aportando sus 
dotes literarias e incluso llega a ser presidente de su sección. Los discursos 
que redacta en aquella época, defendiendo las ideas revolucionarias, la mayoría 
de las cuales son diametralmente opuestas a las suyas, revelan, por un lado el 
riesgo al que estaba sometido, y por otro lo mucho que se debió divertir 
representando esa pantomima. Sobre sus opiniones respecto a la revolución, se ha 
conservado una carta que, probablemente, es más sincera que sus declaraciones 
públicas: 
"A este respecto, no vayais a 
tomarme por un "enragè". Os aseguro que soy simplemente imparcial, enfadado de 
haber perdido mucho, más enfadado aún de ver a mi soberano con grilletes, 
desconcertado por lo que vos, caballeros de provincias, no conoceis ni por las 
tapas: que es imposible hacer y seguir haciendo bien las cosas mientras las 
sanciones del monarca sean reprimidas por treinta mil espectadores armados y 
veinte piezas de artillería; pero añorando muy poco, por otra parte, al antiguo 
régimen. Está claro que me ha hecho demasiado desgraciado para que lo llore. Tal 
es mi profesión de fe, y la hago sin temor."
Un buen día, sin embargo, se ve 
obligado a abandonar su puesto de presidente. Se discutía sobre la pena de 
muerte y al marqués le impresionó tanto la sola idea de la guillotina, que se 
mareó y tuvo que abandonar la sala. Este y otros incidentes minúsculos e 
insignificantes por sí mismos, pero que, en épocas como estas, resultan tan 
importantes, acabaron haciendo sospechar a sus camaradas, que comenzaron a mover 
hilos para que fuese condenado como enemigo de la revolución. 
Sorprende sin duda ver al marqués 
marearse ante la idea de la pena de muerte, él que ha escrito obras plagadas de 
crímenes y atrocidades. ¿A qué se debe esta disparidad? Nunca se sabrá, pero 
quizás resulte más comprensible si pensamos en la diferencia que separa al 
crimen del libertino, realizado por placer, con premeditación, y con mil 
detalles destinados a excitar la sensibilidad, del crimen de estado, frío y 
seco, que pretende justificarse a sí mismo como necesario, como una consecuencia 
de ciertas leyes que limitan la libertad del hombre y que, bajo la apariencia de 
defender el orden y la paz de la sociedad, esconden la tiranía de quienes tienen 
poder suficiente para imponerlas. El marqués de Sade fue, más que un ilustre 
libertino, un ilustre defensor de la libertad del ser humano, un enemigo de las 
restricciones impuestas por la sociedad, un hombre que se planteó siempre la 
cuestión de hasta dónde puede llegar una persona que pueda llevar a la práctica 
sus caprichos, sin que las pesadas normas que le imponen sus conciudadanos 
vengan a restringirlos. De ahí que para él la pena de muerte fuese la máxima 
aberración. 
Bajo el Terror de Robespierre, 
Sade es arrestado y se le envía a la guillotina. Varias acusaciones estúpidas, 
que pretenden desenterrar los hechos por los que ya cumplió condena bajo la 
monarquía, vienen a desembocar en una acusación que lo considera enemigo de la 
revolución. Con eso basta en esta época para morir. El propio marqués escribió:
"Es preciso ser prudente con la 
correspondencia, jamás el despotismo abrió tantas cartas como abre ahora la 
libertad."
De este modo, el terrible marqués, 
que ya ha pasado media vida en prisión por culpa de ciertas faltas 
insignificantes y que no ha perjudicado a nadie tras la 
toma de la Bastilla
e 
incluso ha apoyado la causa revolucionaria, es conducido hacia la muerte, al 
igual que muchos otros inocentes, por los discípulos de Rousseau, por los 
defensores de la libertad. Sin embargo, en el último momento, cuando ya le 
llevaban en el carro junto a los otros condenados, las autoridades le dejan en 
libertad. ¿Por qué? Se especula con hipótesis referentes a la incompetencia 
burocrática del momento, al caos reinante, o también a las acciones de Constance 
que, desde fuera, hacía cuanto podía para que el marqués fuese liberado. Sea 
como fuere, Sade se libró de la muerte y decidió apartarse totalmente de la 
política, en vista de lo inestable de la situación.
Durante todo el periodo 
revolucionario, Sade tuvo importantes problemas de dinero. Todos los nobles y 
los defensores del antiguo régimen fueron perseguidos y aún tuvo suerte de no 
acabar guillotinado. Sus hijos habían emigrado a Alemania, y ser padre de 
emigrados era, en ese moemto, casi un sinónimo de enemigo de la revolución. Pero 
ha conseguido librarse de la muerte y ahora le toca librarse de la pobreza. Se 
ve obligado a vender sus posesiones y, al no tener otra profesión, recurre a la 
de escritor. Es en esta época cuando publica muchas de sus obras (La nueva 
Justine, seguida de la historia de Juliette, su hermana, Los crímenes del amor, 
La filosofía en el tocador, ...), pero aún así, pasa una gran necesidad. 
Además, otro problema viene a 
sumarse al económico: cada vez más gente sospecha que él es el autor de Justine, 
e incluso aparecen artículos en los periódicos que le atribuyen la obra y 
arremeten contra él. La aparición de otras novelas libertinas como la Historia 
de Juliette no hace más que agravar la situación. Hace poco que ha vuelto a 
cambiar el régimen político: ahora es el cónsul Bonaparte el que dirige el 
destino del país. No importa: la monarquía encarceló a Sade por motivos morales, 
la revolución aprovechó los mismos argumentos y no va a ser Napoleón quien vaya 
a perdonarle. En 1801, Sade es detenido y juzgado por haber escrito Justine y la 
Historia de Juliette. Él lo niega, pero su fama es más fuerte que su palabra y 
acaba siendo recluido en el manicomio de Charenton. 
Allí acabó su vida pública. En 
este horrible lugar permanecerá hasta su muerte, en 1814. Pero antes de que 
llegase ese momento, aún tuvo tiempo de realizar una actividad curiosa: 
organizar representaciones de teatro con los locos del manicomio. M. Coulmier, 
director del centro, era un hombre activo que se esforzaba por mejorar las 
condiciones de los reclusos tanto como podía. La idea de organizar 
representacioes le pareció buena y así, el marqués se encontró llevando a la 
práctica una de sus mayores aficiones en uno de los lugares que menos hubiese 
imaginado. Sin embargo, la idea tiene éxito y mucha gente viene desde París para 
contemplar la nueva "terapia contra la locura". Una de estas personas, un joven 
llamado Armand de Rochefort, nos ha dejado un testimonio que nos permite tener 
una visión de Sade en sus últimos años y de la que sus contemporáneos tenían de 
él. Mientras asistía al espectáculo, 
"A mi izquierda se sentó un 
anciano de cabeza baja y mirada de fuego. La cabellera blanca que le coronaba 
prestaba a su rostro un aire venerable que imponía respeto. Me habló varias 
veces con una elocuencia tan calurosa y una inteligencia tan variada que me 
inspiró mucha simpatía. Cuando nos levantamos de la mesa, pregunté a mi vecino 
de la derecha el nombre de este cordial caballero y me respondió que era el 
marqués de S***. Al oírlo me alejé de él con tanto terror como si me hubiera 
mordido la serpiente más venenosa. Sabía que este detestable anciano era el 
autor de una novela monstruosa en que estaban publicados todos los delirios del 
crimen en nombre del amor. Había leído este libro infame, que me había dejado la 
misma impresión de repugnancia producida por una ejecución en la place de Grève, 
pero ignoraba que un día vería a su creador admitido a la mesa del director de 
una institución pública."
Aún tendrá que enfrentarse con 
algunas dificultades, pues todavía hay quienes le consideran peligroso, e 
intentan enviarlo a otro lugar en el que no tenga contacto con otras personas. 
Afortunadamente, estas gestiones no progresan y permanece en Charenton hasta el 
final de sus días. 
Su epitafio (que, por lo que yo 
sé, fue escrito por él mismo) revela perfectamente en qué consistio su vida:
Epitafio a D.A.F. de Sade, 
arrestado bajo todos los 
regímenes. 
Paseante, 
arrodíllate para rezar 
por el más desdichado de los 
hombres. 
Nació en el siglo pasado 
y murió en el que vivimos. 
El despotismo, con su horrible 
mueca 
en todo momento le hizo la guerra.
Bajo los reyes, ese monstruo 
odioso 
se apoderó de su vida entera;
bajo el Terror reaparece 
y pone a Sade al borde del abismo;
Bajo el Consulado revive: 
Sade vuelve a ser la víctima.
Efectivamente, fue apresado bajo 
todos los régimenes bajo los que vivió, aunque sus hechos probablemente no lo 
merecieran. Escuchemos lo que el propio marqués decía a este respecto: 
"Sí, soy un libertino, lo 
reconozco; he concebido todo lo que puede concebirse en este sentido, pero 
ciertamente no he hecho todo lo que he concebido, ni lo haré jamás. Soy un 
libertino, pero no soy un criminal ni un asesino, y, ya que se me fuerza a 
colocar mi apología junto a mi justificación, diré pues que, tal vez, sería 
posible que aquellos que me condenan tan injustamente como lo han hecho pudieran 
contrapesar sus infamias con mis buenas acciones tan probadas como las que yo 
puedo oponer a mis errores."
En efecto, su primera detención 
ocurrió por entregarse a actos sacrílegos con una prostituta. La llevó a una 
habitación y la obligó a relizar ciertos actos como los que se leen en sus obras 
(pisar un cruzifijo, maldecir, fornicar poniendo una hostia consgrada en la 
entrada, etc.). También practicó un poco la fustigación con ella, pero parece 
ser que eso no impresionó mucho a los tribunales: todo radicaba en el 
sacrilegio. Pero, ¿acaso no habría ocurrido hoy en día lo contrario?¿Qué tibunal 
moderno se atrevería a condenar a alguien por sacrilegio? Una pequeña multa o un 
corto arresto por azotar a la prostituta y nada más. 
El caso de Alcueril, que tantos 
problemas le causó, sí que merecía realmente alguna temporada en prisión, pues 
parece ser que las torturas que ejerció sobre la joven eran de una cierta 
importancia. Sin embargo, ¿cuantas personas practican este tipo de torturas 
voluntariamente, incluso hoy en día? Además, hay pocas dudas respecto a que la 
joven se estuviese prostituyendo y, por lo tanto, aceptase hasta cierto punto 
someterse a los caprichos de su cliente, como ha ocurrido siempre, ocurre hoy en 
día, y seguirá ocurriendo en el futuro. 
Sobre el caso de Marsella, la 
acusación de envenenamiento cae por su propio peso y las mejores pruebas son que 
las mujeres no murieron y que el mismo tribunal de Aix, cuando años más tarde 
reabrió el caso, encontró inocente al marqués. La acusación más grave que se 
hacía sobre él era la de sodomía, que pocos jueces se atreverían a sostener en 
nuestra época, ante el riesgo de ser acusados a su vez de discriminación. Una 
muestra más de lo débiles y cambiantes que son los juicios humanos. 
En cuanto a sus detenciones tras 
la revolución francesa, básicamente debidas a Justine no deja de sorprender que 
una misma persona fuese arrestada tantas veces y bajo tantos gobiernos 
distintos, e incluso estuviese a punto de ser guillotinada por escribir un libro 
que hoy podemos encontrar en cualquier librería. 
En general, no parece que los 
actos del marqués hayan sido tan espantosos como los que tanto abundan en sus 
obras, y la leyenda que lo presenta como un monstruo sanguinario parece ser más 
fruto de la imaginación de ciertas personas que del análisis exhaustivo de sus 
actos. Nunca fue acusado, al menos con un mínimo fundamento, de asesinar a nadie 
ni de haberlo intentado. Los hechos libertinos de los que se le acusa no parecen 
haber sido peores que los de cualquier noble libertino de la época, e incluso 
menos graves que los de otros, como el conde de Charolais, y si bien algunos de 
sus actos pueden considerarse vergonzosos, la reacción de los gobiernos y los 
jueces sobre él no fue menos desmesurada e injusta.
-Argentina-Abril/18/2014-Hs:7:40 Am-Investigacion:Alberto Costacurta Grossetti-Edicion:Mirta B Costacurta y Corresponsales de FILEALIEN-46-                                      
                http://filealien-46.blogspot.com
   Correo de contacto: albertocostacurta46@hotmail.com-Twittear
 













 
 







 
 
 
 
 
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